en elaboración… (2022-05)
«Cuando uno se ha roto, el único camino por el que puede reconstruirse es la memoria»
De una particular bajada a los infiernos, de su lucha contra la hepatitis C y la heroína, tocado por una ruptura sentimental, surge el viaje interior que este fotógrafo de la experiencia ha articulado en «De donde no se vuelve», una exposición que agrupa 30 años de imágenes, las de su vida. «Tienen un poso melancólico», dice el artista, para quien seguir vivo a pesar de su adicción a los opiáceos o a conducir en moto borracho sólo tiene una explicación: contar con la protección divina.
Por Elena Pita; Fotografía del artículo original de Luis de las Alas.
Bueno, pues ahí que saltaba inquieto parapetado con la cámara minúscula detrás de su asistente cuando me abrieron la puerta. Nos invitó a té y a uvas, y luego compartimos un almuerzo en el cubano de Chueca de toda la vida, a vueltas con la memoria. Alberto García-Alix (León, 1956) se reescribe a sí mismo con una cámara cargada de película, tal que un escritor que empuñara su pluma. Vive para contarlo. Vivió asomado al abismo siempre, sobrevivió, y del vértigo, que es pulsión de muerte de quien ama y disfruta la vida, construyó una obra prolífica, premiada (Premio Nacional 1999), bellísima. Todo fue inconsciente, e inconsciente también empezó a buscarse a sí mismo en aquella maraña de sentimientos y negativos, lecturas, opiáceos y virus. A partir del 4 de noviembre expone en el Museo Nacional Reina Sofía 30 años de fotos (De donde no se vuelve) que son un viaje del presente al pasado, una narración introspectiva que no es sólo suya sino de todas las almas que la habitan, congeladas con vértigo en su objetivo de papel.
¿La fotografía le salvó, le salva aún la vida? «Ya quisiera la fotografía salvar vidas (ríe irónico). Me ha redimido la conciencia, en cierta manera; quiero decir que, a pesar de mí mismo, he construido una obra. Es una puerta que me ha abierto la posibilidad de aprender, formarme, comunicarme y conocerme. Una puerta a la vida.»
Está considerado «un fotógrafo de la experiencia», como los nuevos poetas; ¿hay hoy más experiencia o memoria en su obra? «Experiencia.»
Lleva, sin embargo, un par de años haciendo retrospectivas. De hecho, este echar la vista atrás comienza ya en el 93 con Los malheridos, los bien amados, los traidores. ¿Sucedió algo en esa fecha? «No, pero empezó ahí, sí, aunque de manera inconsciente: yo iba hacia delante y miraba para atrás sólo en corto. Pero todo cambia cuando llego a París.»
¿Qué sucedió entonces en París? «Fui a hacerme un tratamiento de interferón para curarme la hepatitis C, a punto ya de una cirrosis. Y qué suerte, me curé.»
¿Por qué París? «Acababa de sufrir una separación sentimental que me había hecho daño, si me quedo en Madrid me voy a La Barranquilla (poblado de; sinónimo de droga), para quitarme el dolor, físico y moral. En esos momentos yo mismo me doy mucho miedo, porque reacciono haciéndome daño a mí mismo, pero la tentación de anestesiar el dolor es muy grande. Entonces llego a París y todo cambia; supone una fractura interior tremenda, un viaje que me lleva a crear una serie de vídeos con guiones propios que no son sino una búsqueda interior: ahí empieza. Cuando uno se ha fracturado, el único camino por el que puede reconstruirse es a través de la memoria.»
¿De ahí arranca esta gran retrospectiva, 30 años? «Esto no es una retrospectiva, que no se entienda así: estoy haciendo una narración. Hacer una retrospectiva a mi edad sería fatal. He construido un viaje interior que empezó ya en París, sí, del presente al pasado. Luego me fui a China para escribir el guión, que es el hilo conductor de la exposición de fotos y del vídeo. Me fui lejos para sentir cómo me venía el pasado.»
Dice Jenaro Talens sobre la exposición que es una muestra de melancolía. ¿Qué es lo más valioso que añora? «Siempre mis fotografías tienen un poso melancólico, inconsciente, que se pega a las imágenes. Es como una marca de la casa, pero de la que yo no me doy cuenta (se ríe).»
La creación, o sea, la fotografía, ¿es ese lugar del que no se regresa? «Sí, es un espacio del que no se vuelve.»
¿Como la muerte? «Es una metáfora, la muerte es una realidad de las duras.»
«En el nombre de todos mis muertos, un ángel me protege», dice en el guión. ¿Cuántas veces ha sentido o creído que moría? «Uno nunca cree que se muere, a no ser que esté terminal, y yo nunca lo he estado; pero sí me he encontrado muy mal. Digo que un ángel me protege porque miro para atrás y… cuántas veces he llevado la moto borracho, por ejemplo. Hay una protección divina, una magia en la vida. Lo más duro fue en París. Días enteros con fiebre tiritando en la cama, una bajada a los infiernos.»
¿Consiguió superarlo solo? «Me acompañaba Nico (Nicolás Combarro, comisario de esta exposición), que tiraba de mí, menos mal: se vino a París a trabajar con la galería de Chantall Crousel, sabía que tenía que ayudarme, así que alquilamos dos lofts unidos y trabajábamos cuando podíamos. Y luego tuve la fortuna de conocer a una mujer, y eso te levanta el alma. Encontrar a una persona que te quiera cuando estás en semejante momento… Ya digo: un ángel me protege. Estaba en un bar y vi que una chica aparcaba su moto enfrente. Primero me fijé en lo bonita que era la máquina, y luego en la chica y me dije: qué suerte el hombre que tenga a esta mujer. Pues se puso a hablar de motos conmigo.»
¿Lo superó sintiéndose querido? «Estaba en fase 4, ya no fabricaba glóbulos rojos, entonces me ponían EPO: mi cuerpo era pura química, y así un año, y luego eso no se limpia en un día, no creas. Allí me quedé tres años, y ahora siempre vuelvo: en París tengo amigos, galería, y me dieron el tratamiento, que era lo más importante. La quiebra interior me obligó a mirarme, a viajar en mi interior a través de la memoria. La memoria es el espejo donde nos miramos y nos conocemos, y nos permite soñar y reconocer el mundo. Y la fotografía es la presencia visible de un instante, que luego nos permitirá jugar con la memoria. Yo sólo he fotografiado mi vida, y al revisar el trabajo retorno al pasado yo, pero no necesariamente el espectador que lo ve.»
Le ocurre, en cierto modo, lo mismo que a los escritores, ¿fotografiar es también una forma de narrar? «Sí, y todos empleamos la memoria como espejo. Para crear, para hacer una exposición o un libro de fotografía, me invento un cuento.»
Fotografia de Alberto García-Alix.
Escapó a la muerte y la huida le dejó heridas que «son un estigma que mancha como una ofensa», ¿el estigma de los malditos? «No, me refiero a mis errores patológicos, a mi confusión permanente: a mi edad, uno ya se conoce.»
Lo habrá contado mil veces, pero aún así me gustaría preguntar de dónde y cómo nace la fotografía en su historia personal. «Creo que nació siendo estudiante de Imagen y ayudante de dirección de cine… No, ayudante no; fui auxiliar del auxiliar del auxiliar del auxiliar de cámara: o sea, llevaba los cafés. Entonces quería hacer cine, fue más tarde cuando me sedujo la fotografía, por la magia del laboratorio.»
¿Cómo fue, qué pasó? «Sucedió por accidente. Mi hermano y yo corríamos en motos, y él tenía un amigo que venía a las carreras a hacer fotos, entonces me gustó aquello y pedí a mis padres una cámara, y al poco las carreras se acabaron, porque un amigo se mató y mi hermano decidió que iba a ser médico, así que vendieron el remolque: me quedé con una moto de competición que no podía mover y una cámara que no usaba. Pero al año me fui a vivir al Rastro con otro amigo, que montó en casa un pequeño laboratorio, entonces desempolvé la cámara: me seducía aquello de ver en el laboratorio lo que había visto a través del objetivo. Como no tenía ni idea, no me salían aquellos contrastes duros que entonces se llevaban, me salía todo gris.»
Los grises de García-Alix. «Me pasaba las tardes en el laboratorio y, poco a poco, fui comprendiendo y encontrando resultados. Y empecé a decir que era fotógrafo, y las chicas me creían. Desde el principio fui consciente de que los momentos que retrataba eran únicos, que no volverían, y eso me emocionaba. La fascinación del laboratorio surgió al tiempo que mi relación con los opiáceos: allí me di el primer chute. Éramos un grupo de amigos muy creativo, en un momento muy underground; con Ceesepe y El Hortelano teníamos la Cascorro Factory, en la que editábamos cómics, y a mí la cámara me daba poder, era mi individualidad: era yo el que miraba. Así nació mi pasión por mirar, fotografiaba las habitaciones de las pensiones por las que pasaba, no tenía referencias, era un juego, hasta que vi la primera exposición, de August Sander. Entonces intuí el poder que tenía y ya la fotografía no volvió a ser lo mismo. No fui profesional, digamos, hasta el 86.»
Fotografia de Alberto García-Alix.
Morfina. Pentazozina… Pentapón. Xosegón… Heroína… ¿De qué sirvió la «pócima del olvido» si el olvido no es posible?, ¿sirvió para tener más que olvidar? «¿De qué me sirvió a mí? Yo no me arrepiento de nada. Me sirvió para construir una obra, y para mirarme, y para que lo que tuve me vuelva cada vez que veo una fotografía: sentimientos, dolor y alegría, virtudes y egoísmo, amor, y comprenderlo todo.»
Fue una generación subversiva, pero ¿sirvió de algo la subversión? «Subversiva no, perdona, yo diría agitadora, convulsa, antisistema. A partir de la era Reagan todo se vuelve políticamente correcto, las ideologías se desmayan y ¿hemos ido a mejor? No lo creo. A nosotros sí nos sirvió, para acentuar nuestros valores y nuestra lucha individual por mejorar el mundo.»
¿Esa lucha empezó entonces o en su caso arranca del antifranquismo? «Todos crecimos luchando contra la guerra de Vietnam y contra el dictador; fui de la juventud consciente de la situación. La represión de los últimos años de Franco la viví muy de cerca en casa, todos los hermanos militábamos, y era una militancia muy valiente. Parece que ya nadie se acuerda de cómo era España, cómo se vivió aquel momento en la universidad: o estabas en contra o eras un asimilado.»
Y le pregunto ahora, ¿es difícil deshacerse de un icono? «No, para mí es muy fácil. Lo que me importa es el presente, el ahora. Hombre, es muy halagador que a la gente le gusten mis fotos, mi memoria, pero yo sigo creando, no puedo hacer otra cosa.»
Alix, ¿qué busca de sí mismo en el autorretrato?, ¿se ve extraño o se reconoce? «Extraño, no: me veo. Me pongo ahí y me tiro una foto a ver cómo me veo, y luego ya me juzgaré. Me pasa cada tres, cuatro meses, sin pensarlo. Hace tiempo que no me sucede, porque estoy más contento; me busco cuando me siento mal.»
Dice que no es santo de su devoción, ¿qué se reprocha? «Que me he pasado la vida bailando (ríe, afónico).»
Alix, ¿y cómo se siente después de ese viaje en el tiempo, su tiempo? «Pues bien, muy bien.»
[Leer artículo original en el suplemento Magazine de El Mundo.]